Cada año, a más de 7 mil niñas y niños en México les cambia el rumbo de la vida cuando un diagnóstico de cáncer interviene en sus sueños y en la de sus familias. Muchos de ellos no alcanzan siquiera a comprender el significado del diagnóstico, pero lo enfrentan con la misma valentía con la que deberían hacerlo los sistemas de salud, las políticas públicas y la sociedad en su conjunto.
Según cifras del sector salud, el cáncer infantil es la segunda causa de muerte entre menores de 4 a 15 años en el país, una estadística que grita silenciosamente desde hospitales y hogares, mientras miles de familias luchan contra el tiempo, la falta de recursos y, muchas veces, la indiferencia.
A diferencia de los cánceres en adultos, los tipos de cáncer que afectan a niños suelen desarrollarse de forma más rápida y agresiva. El problema no es solo médico, sino también estructural, en México, los diagnósticos muchas veces llegan tarde, y cuando lo hacen, los tratamientos no siempre están disponibles o garantizados.
A ello se suma otra dura realidad cuando la mayoría de los niños diagnosticados proviene de entornos de bajos recursos. Para muchas familias, el camino posterior al diagnóstico no solo implica terapias intensivas, sino también traslados, hospitalizaciones prolongadas, deserción laboral y escolar, y una constante lucha por conseguir medicamentos, estudios o atención oportuna.
Una de las paradojas del cáncer infantil es su escasa visibilidad pública. Pese a su impacto, rara vez ocupa titulares o agendas políticas. Tal vez porque son niños y niñas quienes lo padecen. Tal vez porque, como sociedad, nos cuesta mirar de frente una enfermedad que desafía nuestras ideas de justicia, fragilidad y futuro.
Pero los datos siguen ahí, registrando que cada 60 minutos se diagnostica un nuevo caso de cáncer infantil en México, y aunque hay avances importantes en diagnóstico y tratamiento, la tasa de sobrevida todavía ronda el 56%, según estimaciones del Instituto Nacional de Pediatría, muy por debajo de países con sistemas de salud más sólidos.
Los niños diagnosticados con cáncer muchas veces no comprenden lo que significa esa enfermedad, pero sí sienten el cansancio de las quimioterapias, la pérdida del cabello, las hospitalizaciones eternas. Viven lo que no pueden explicar.
Por eso, la responsabilidad recae en el mundo adulto, en los padres, los médicos, los legisladores, los empresarios y la sociedad civil. Cada uno desde su trinchera puede hacer algo, donar sangre, apoyar a una fundación, exigir políticas públicas más eficientes, difundir información, o simplemente no voltear la mirada.
Un llamado a la acción
Visibilizar esta problemática no es solo una tarea médica, sino ética y social. Necesitamos más campañas de detección temprana, mejor infraestructura hospitalaria, acceso universal a tratamientos y apoyo integral para las familias.
Pero también necesitamos que este tema permanezca constantemente en la conversación pública, porque el cáncer infantil no es una tragedia inevitable, sino un problema que puede enfrentarse con decisión, recursos y voluntad colectiva.
Como país, no podemos seguir normalizando que miles de niñas y niños vean truncadas sus infancias por falta de diagnóstico oportuno, tratamientos incompletos o sistemas de salud saturados.